SU DESTINO…
Solo, sin amigos, sin familia, sin un lugar donde
guardarse para acallar este dolor que le consumía y que de a poco estaba
destruyendo su vida, se encontraba Ramiro.
Por su mala cabeza perdió el comercio que tenía, descuidó
su hogar en parrandas con sus “amigos” y cuando se vio sumido en la desgracia,
como era lógico, buscó el apoyo de quienes en los buenos momentos lo
acompañaban; pero ninguno salió a darle la mano, todos con pretextos, le
dejaron.
Como alma en pena fue a casa y la encontró vacía, su mujer
Aurora, le había dejado, se había llevado todo, incluyendo a sus tres hijos.
Salió como alma en pena de la estancia que otrora fuera
su hogar, su refugio, tocó puertas sin respuesta, nadie le pudo dar razón de su
familia, nadie había visto nada…
Luego de horas y búsqueda infructuosa, siguió caminando
sin rumbo fijo, así llego la noche, el amanecer, otra noche, otro día… ¡nada!
Así pasaron días, ya ni sabía cuantos, solo y sin comida,
sintiendo el frío que se le pegaba a la piel siguió su camino, exhausto ya de
tanto caminar, decidió tumbarse al lado de una vereda y allí quedose dormido;
no supo cuánto tiempo durmió; de pronto en medio de su sueño, casi pesadilla,
sintió que alguien le tocaba, sorprendido y temeroso salto de golpe y se topó
con un anciano, que con pena le observaba, preguntándole qué le había sucedido,
por qué se encontraba así tirado en el camino, sin casi ropaje para cubrirse
del viento helado que azotaba esa mañana.
Sin respuestas para darle, decidió emprender su caminata;
pero el anciano preocupado le siguió y al verlo perdido, le
propuso acompañarle.
El anciano, resultó ser el párroco de un pueblo muy
distante, que venía de dar los santos
oleos a una mujer que no pudo vencer al cáncer. Caminando por horas,
llegaron al monasterio donde hacían vida él y cuatro estudiantes.
Lo primero que hizo, fue darle una muda de ropa para que
se calentara, le dio de comer, lo cual devoró a toda prisa y luego le llevó a
una habitación para que descansara como debía.
Ramiro, más que agradecido, besó la mano del cura y al
quedarse solo, contemplo el lugar que le habían destinado.
En la habitación, sus únicos
compañeros eran una pequeña mesita, una silla, la lámpara que colgaba del techo
y aquella ventana…
Este era el último lugar del
mundo donde hubiese pensado estar.
De pie frente a la ventana,
observaba como los tenues rayos de un sol que de a poco iba agarrando cuerpo,
se posicionaba del espacio, brindando un poco de calor a la estancia.
Piensa en su futuro… ¿Que sería de su vida ahora; que será de su
mujer y de sus hijos, que pensarán, dónde estarán? Todas esas preguntas se las
hacía contemplando el horizonte por aquella ventana que por ahora sería lo
único que tendría para mirar su futuro.
Así pasó el tiempo; y de a poco
se fue integrando a la vida en el
monasterio donde consiguió hallar la paz que tanto ansiaba. En el día ayudaba al resto de los habitantes
en las faenas del campo, sembrando y recolectando los frutos y hortalizas para
alimentarse y alimentar a los feligreses que se acercaban a comprar más
económicas las verduras que allí se vendía para contribuir con el mantenimiento
de la sacristía; y luego en las tardes, iba al servicio religioso.
Así conoció la vida seglar y
se fue acostumbrando a aquella situación que por su mala cabeza le llevó a
perderlo todo.
Siempre al amanecer, ya listo
para salir a la faena, se quedaba contemplando esa ventana y pensaba…
pensaba.
Autora: Iris Ponce
Febrero 10, 2018
Inspiración Visual 118